Tranquilamente, me senté en una silla sobre la terraza de un restaurante ubicado en el corazón de la zona viva. Tenía al frente un patio lleno de plantas y me puse a observar los corredores vacíos de gente. Los mozos iban y venían anticipando el trabajo serio y cansado de la noche.
Tras los muros del restaurante podía divisar las copas de los árboles plantados en la acera y una buganvilia que sobresalía del muro divisor de las paredes de esta casa con la vecina. Sus jugosos racimos color fuxia caían con gracia. Me hechizaban a la vista. Sonaba música de Julio Iglesias e iba siguiendo sus letras –reconocidas- con la mímica de mi boca. Los minutos fueron pasando despacio y me di cuenta ─al ver el reloj de mi muñeca─ de que las invitadas se habían retardado. Saqué de mi cartera el libro de turno y me puse a leerlo mientras llegaban, con sumo placer.
Llegaron de una a una. Rápidamente, el pequeño lugar donde nos habían alojado, se había llenado. En cuestión de minutos la conversación se disparó y las imágenes del patio se evaporaron en mi mente tras las charlas de mis invitadas.
La luz natural se fue yendo de a pocos. Las mesas instaladas en los corredores laterales se fueron llenando; un foco que servía para darle luz a la acera sobresalía desde mi lugar. Ese foco era redondo y me recordaba a la luna. Las conversaciones se fueron diluyendo a pesar de las conversaciones en alta voz. Como hechizada, no podía dejar de contemplar y de ver una luna llena, tan redonda y perfecta que ya nada más cabía en mi interior.