
Había llegado con la secreta esperanza de olvidar un viejo amor, un encuentro fugaz y desesperado que había dejado en mi alma, cicatrices de dolor y desesperanza. Creí ─erróneamente─ que nunca más me entregaría a la alegría, al juego y a proyectos constructivos. Pero algo dentro de mí ─quizá mi instinto de supervivencia─ me dijo acertadamente que debía hacer un cambio brusco. Debía abandonar la ciudad donde todo se había suscitado e ir al encuentro de nuevos aires, en un lugar donde nadie supiera mi historia ni me señalaron con el dedo. Pretendía eludir las voces conmiseradas que se decían: “Miren, es ella, la que fulano dejó por otra”
Llegué con un espacioso equipaje. El suficiente para pasar los tres meses que había reservado para la tarea de resarcirme de la tristeza, del dolor, de la desesperanza, y del desamor.
Necesitaba también de mi soledad. Quería escribir, airearme, pasar largas tardes sin hacer nada, tendida al sol. Quería pintar los paisajes ─internos y externos─ para encontrarme a mí misma.
Me concedí el permiso de estas largas tardes veraniegas. Me tendía al sol a la orilla del río, explorando con mi vista los alrededores. Todo aquí era manso. El río emitía un suave murmullo; quería adivinar qué pretendía decirme. Sabía que si lograba comprender su idioma mi alma se curaría y que muy pronto, volvería a ser la misma de antes: una mujer con ilusiones y proyectos.
Llegaba todas las tardes con mi manta; me tendía al sol y me dejaba absorber por la transparencia de las aguas del río que bullían sin esfuerzo. El campo se dejaba ver en un despliegue de largos valles con montañas en lontananza. El olor a naturaleza me permitía contactar con mi propio paisaje, tan sensual como los tonos mansos del río y los perfumes del lirio blanco. El colorido de las flores hacía que mi vista se perdiera y que muy pronto, entrara en divagaciones acerca de la vida, su belleza y su transitoriedad.
Las tardes se fueron haciendo más expansivas. Había llegado a la costa peninsular con el alma restringida, dolida, curtida por el dolor; con mi constancia y los baños regulares de naturaleza e introspección, había logrado sacarme las viejas heridas. Sentí que me había permitido un nuevo espacio libre para cualquier cosa que la vida ─siempre pródiga─ quisiera ofrecerme. El peso se había alivianado y yo me sentía más completa.