Para darme inspiración, he puesto por música a los clásicos. Escucho melodías de Elgar, Brahms, Dvorak y la incomparable “Meditación Thais” de Massenet.  El día está brumoso y desde mi 15 nivel, se vislumbran a lo lejos, rodeados de niebla, los volcanes.   Es domingo, me distraigo y me pregunto en qué ocupa su tiempo la mayoría de personas que albergan los edificios que desde acá puedo ver, tanto cercanamente, como a la distancia.  Me pregunto cómo se sentirán, adónde asistirán, si participan activamente de la vida o si sólo son espectadores.  Siempre –como dice una buena amiga- se cree que “el jardín del vecino es más verde” y cuánta ignorancia se encierra en esta creencia.  Mientras más vivo, mientras más leo, mientras más observo, me doy cuenta de que los problemas inherentes al humano parten de una misma base.  Aquéllos que ya han encontrado –haciendo alusión a la pirámide de necesidades de Maslow- sus prioridades físicas cubiertas, les queda el anhelo, esa llama que nos devora a todos por igual, unos más silenciosamente, otros a gritos, de llenar el vacío existencial con algo que nos dé al espíritu una razón de existir y de ser.  Esa razón no puede ser hecha desde la exigencia, sólo puede partir de un corazón generoso, entregado, sólo puede partir del encuentro incondicional y amoroso con uno mismo, que por añadidura, se abre como una ola expansiva, hacia los demás…

Después de reflexionar un poco y salirme de la tangente, regreso al aquí y ahora, a tratar de seguir empecinada en analizar a Aristófanes, un clásico, que sin duda por sus brillantes escritos ha sido recordado hasta el presente, pero que mi mente, menos pragmática y más idealista, no puede verse reflejada en él…